domingo, 10 de febrero de 2013

La noche diurna

vía @Serxiuxo

Las sandalias de Matilde sobre la calle empinada machacaban el asfalto caliente hasta que arribó a casa; en un movimiento breve, recorrió la puerta metálica de la entrada del edificio, tras dejar las bolsas del mercado reposadas en el piso. Se dirigió a su departamento en la planta baja; al acortar la distancia, escuchó un ladrido seguido del palpitar de la lengüeta de su perro inquilino que la esperaba con potestad y encanto. Abrió, el canino se le abalanzó rápidamente; al llegar a la cocina, vertió sobre un balde de plástico el alimento recién comprado y lo colocó casi exactamente en el mismo espacio de siempre para complacer a su compañero. Se dirigió a la mesa, habitaba por ahí un libro, su computadora personal, algunas hojas sueltas y el resto como estatua, el frutero de cristal sin fruta y una revista de política con la cara de un abogado, ex senador de mal aspecto y barba abundante, recién liberado por sus captores, posando el infortunio y las complejidades sistémicas, desde luego, así, las consecuencias inevitables de la vida misma y los actos que la formalizan. 

Fue arrimándose al comedor que pocas veces practicaba la función que lo nombra; Matilde siempre come fuera de casa, o en la barra de la cocina, en la cama, o no lo hacía. Sacó de otra bolsa un libro usado que le compró a don Jesús en el mercado donde yacen los cadáveres de hojas en la espera latente de ser poseídos y reabiertos a pleno sol; a veces, en el puesto de libros se rozan, sin complejos, lomo a lomo o pasta a pasta, desde algún manifiesto comunista, best sellers, novelas contemporáneas, tomos de enciclopedia pero, generalmente, literatura hispanoamericana. Desempolvó “El Extranjero” con un sutil soplido que casi no removió nada, lo frotó con un trapo húmedo que estaba a la mano y comenzó puntual sobre la primera palabra del texto. A treinta minutos de lectura, quizás un poco más, fue al sillón, se recostó de lado, mantuvo erguido el libro sobre el respaldo, aproximándose poco a poco a un somnus inamovible y algo profundo cuando finalmente su cuerpo quedó en reposo, inerte al pequeño espacio de la sala, como puesta intencionalmente por un pintor para retratarle las pausas del tiempo, quizás hasta el mismo aire se detuvo antes de cortar su figura y, a la posteridad, el sol hubiese seguido ahí para no guardarla en las inclemencias de la noche; Gustave Courbet le pintaría algo, probablemente Le Sommeil le hubiese parecido adecuado.

Alex, el fiel pastor, también se incluyó al sosiego, durmió enroscado con el hocico sobre las patas, despertó con elegancia, se postró en cuatro y caminó a su dueña, le ladró dos veces bajo, y el tercer intento le interrumpió la irreductible oscuridad, la luz entre las cortinas marfil le provocaron un gesto para esconder sus ojos mientras se le pintaban las marcas de uso en su frente y encima de los pómulos, no muchas para los treinta, no pocas para diluir los veinte. Se incorporó, colocó el libro de nuevo sobre la mesa, hizo un cálculo inútil del tiempo que permaneció dormida, pues, ya que de esas irreverencias de la mente hablaremos en otra ocasión; sin embargo, verdaderamente sintió que las manecillas acumularon un par de horas, quizás tres. Habrían sido cerca de las cinco de la tarde cuando llegó de las compras que habitualmente realiza los miércoles, observó un reloj que compró hace dos años cuando viajó a Los Ángeles a realizar un reportaje para el diario en el que trabajaría cerca de cinco años, acechando los desplazamientos sociales de inmigrantes mexicanos. 

Las ocho de la noche y cuarenta y cuatro minutos, más o menos, le anunció con violencia el Seiko de pared, el sol no había cedido a los efectos de la noche. Desempotró el reloj del muro, lo sacudió, lo comparó con la hora que se mostraba en el pequeño reproductor de discos y no revocó, descolgó el teléfono, marcó cero, tres, cero y una voz corrugada reprodujo, La hora exacta es ocho, cuarenta y siete minutos, p.m., hoy se pronostica un día…, al instante regresó a la sala, en la mesa de centro frente al sillón que guareció su siesta vespertina estaba su teléfono celular, pulsó el sensor de desbloqueo y observó la pantalla con el suspiro en turno completamente contenido, efectivamente, las ocho, cuarenta y ocho minutos, p.m., eran entonces.

El perro regresó al pie del sillón para darle continuación a su siesta, el sol brillaba como a medio día; inefables, las horas parecían haberse revertido aunque el artefacto electrónico de pared, inventado para medir el curso de tan relativa dimensión, el tiempo, seguía funcionando en el sentido adecuado para el que fue creado, el oscilador marcaba los periodos de segundos con las agujas moviéndose de izquierda a derecha en la frecuencia programada. Volvió a descolgar el teléfono, con nerviosismo llamó a una colega de su nuevo trabajo, al tercer timbrazo alguien respondió casual, Bueno, ¿Edith?, preguntó Matilde para evadir la lógica aunque fuese innecesario, Quién más, ¿estás bien?, ya te hacía en el concierto; ninguna respuesta parecía contravenir la tregua, Sí, estoy bien; hizo una pausa, su respiración subía de ritmo, ¿qué concierto?, Lo volviste a dejar plantado, ¿A quién?, Cómo que a quién, bueno, tú sabes; un silencio efímero las abordó, ¿Qué hora tienes?, Las ocho cincuenta, ¿De la noche?, Sí, Matilde, de la noche; prosiguió extrañada, ¿estás bien?, le hubieras llamado para avisarle, en fin, ya te dije, tú sabes. Sí, yo sé, gracias, te marco después. Sí, está bien, adiós, Adiós. No comprendía una sola cosa dicha durante la llamada por teléfono, tomó el control del televisor, lo encendió y el programa de noticias vespertino estaba siendo transmitido con regularidad, los mismos rostros de siempre, ninguna noticia de que el sol no hubiera cedido a los encantos de la luna, sí, efectivamente, el curso de las cosas parecía en orden, nueve y tres minutos, p.m. indicaba el recuadro rojo de números blancos, en la parte inferior derecha de la pantalla. Salió al pequeño balcón, percibió las suaves olas cirrosas de viento cálido de junio y el intenso sol, pleno y sin extrañezas o extrañamientos, le hacía una sombra distinta al helecho que colgaba del umbral de la puerta que conecta la sala y ésta veranda que, bien, es la terraza de lectura o la ventana sin cristal donde la madrugada, y una taza de café, le devuelven a Matilde la calma de las imprudencias de la soledad oscura en ocasiones. 

Parecía que el sol se venía de poniente al oriente y no viceversa, o algo así, técnicamente podría ser una cosa completamente opuesta, una revelación al curso mismo que alguna vez la naturaleza proclamó, entonces, físicamente imposible, casi irracional pero imaginable, quizás; qué sabremos nosotros de esas cosas, de linaje y complejidad inmensamente mayor que el lapso que se nos es prestado algunos años para venirnos a esta vida a morir luego, de una majestuosidad inefable, de una precisión absoluta y tan ajena, colateralmente inerte, a nuestra condición humana que, como ha de suponerse y conocerse, nos ha tomado muchos dolores de cabeza y decepciones, siglos y siglos, a veces alucinaciones y depresiones, quedarnos fuera.

Quizás los crepúsculos del alba y el ocaso se habían desentendido del hábito y rendido a sus propios caprichos. Así fue, nadie lo notó, tal vez Matilde y algunos menos distraídos; la noche en que no volvió a asomarse el sol por donde nos tenía acostumbrados y regresó para amanecer por las noches y ponerse en las mañanas, sabrá dios lo sucedido en medio de aquella serenata diurna de Matilde. A propósito de dios, habrá que inventarse algo, absoluta y balísticamente para justificar lo acontecido, si es que alguien alguna vez se lo pregunta. Así siguieron los días, el inicio del torneo de futbol comenzaba el fin de semana, el año estaba nuevo, el lunes los niños regresarían a clases tras las vacaciones de invierno, la militarización al interior del país, la crisis mundial, los secuestros, las disociaciones comunes y todos los raudales seguirían su cauce. La tarde en la que dejó de anochecer, durante el solsticio más largo jamás registrado, pasó desapercibida en los diarios tras la esquela de otro subprocurador asesinado en algún estado del norte, los resultados el lunes de la jornada de futbol del domingo, la cara cortada de un niño marroquí que fue abandonado por sus padres para cruzar al borde de Tétouan a costas hispanas, y a Matilde y Alex no les quedó más que continuar por la borda de la rutina, procurando no caer al hilo oscuro de la duda.

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