miércoles, 12 de marzo de 2014

Cafés pendientes.

Vía Sergio Fernández, @Serxiuxo

Aún sin aprobarse por la Cámara de Comercio, ni oficialmente por las cadenas más importantes de cafeterías del país, algunos establecimientos de la Ciudad de México han implementado el hábito del Café Pendiente, contemporáneo y muy común en Europa, que consiste en dejar pre pagada una bebida en una cafetería para que la próxima persona en entrar, que no cuente con los recursos suficientes, lo reciba.

Como están las cosas, si no es que las mafias de gremios ambulantes monopolizan dicha costumbre y al rato cobran por credencialización, un tanto incierto es que el capitalino promedio se atreva a entrar a pedir un café gratis a un Starbucks en la Condesa, por decir cualquier cosa, que alguien haya pagado previamente.

El consumidor promedio en las grandes ciudades del país, México, Guadalajara y Monterrey, que regularmente compran en las principales cadenas de cafeterías, no necesariamente ordenan siempre café; muchas veces su mismo menú es ineluctablemente corto, pues predominan las infusiones, smoothies, batidos, frappés y otras tantas cosas que no llevan una sola gota de café. Ahora, la preparación del café es más bien un arte falible que un método puntual; si bien muchos establecimientos independientes no cuentan con la capacitación suficiente para preparar un café decentemente bebible, son en su minoría los mismos rincones ocultos y séquitos cafeteros íntimos los que ofrecen una bebida de mejor calidad, por supuesto elaborada con productos locales y presumiblemente más frescos que el resto de las cadenas repartidas por doquier en cuanto centro comercial imaginen.

Es cierto que la oferta de mezclas sudamericanas, asiáticas o africanas generalmente sólo pueda encontrarse en Starbucks, pero la sustancia misma de su misión y concepto rompe inmediatamente el paradigma de las cafeterías tradicionales, a menos que encuentren rápidamente el concilio entre el fastidio de la pubertad que lo atiborra y las mesas vomitando tabletas y equipos portátiles inmóviles de esos muchos hipsters idescriptibles. Además, escurriéndose por ahí en la Condesa, Coyoacán, la Roma, Portales, la Del Valle, la Narvarte o el mismo Centro Histórico, encontramos un sinfín de lugares donde podemos escrudiñar muchos sabores de cafés nacionales, principalmente oaxaqueños, chiapanecos o jarochos.

El café es social, y un pretexto también. Promovamos nosotros los cafeteros los cafés pendientes, y rompamos de una buena vez nuestras incapacidades de filiación idiosincrática de las penas ajenas. Dicen, los que saben de esto un poco y aquello otro tanto, que más vale latte en la mano que buitre volando, o una cosa así.

lunes, 10 de marzo de 2014

Ernesto.

Vía Sergio Fernández, @Serxiuxo

Al fugarse la Luna no recordé nada más. Mi infancia vespertina encontró muchos coloridos anuncios de conciertos y musicales en los postes, caminando de regreso a casa por las calles recurrentes, al salir de la primaria con el sol de mitad de día; memoricé los pastos verdes y los campos de futbol del poli, recogiendo de mis senderos sabatinos las hojas que el otoño alfombra, cuando la mañana le presta la claridad a la tarde. Coleccioné, hasta diluir mi niñez, tarjetas de superhéroes y de toda clase de deportes, aunque jamás me gustó el béisbol pues desconocía las historias de los peloteros que abandonaban el caribe en los dormitorios entrañables de alguna embarcación sin fortuna, renunciando a los juegos en domingo detrás de los cañeros, de bases improvisadas y jardines de grava a cambio de una tierra fría sin tabaco ni ron, ni café, desconsolada, poblada del desconsuelo de los desconsolados, de los náufragos, de los arrepentidos, de los soñadores y quimeras, de la colonización; globalización, digo.

Encontré un par de golpes, poco sentido de disciplina y la catarsis de un edema, o algo menos serio, que habría de tirarme al pavimento durante unos quince minutos, en compás de las catas y el ridículamente hostil entrenamiento de un arte marcial al que nunca encontré etimología alguna, esa razón imperturbable con que a sí misma deba pronunciarse y entenderse cuando lleve encima, y sobre todo consigo, toda la carga de lo que pueda significar a solas; así, pues, nos procuramos poco afecto. Me recuerdo casi al génesis, a la orilla de un mar cubierto de pasado, al final del cauce donde las memorias encuentran concilio y se debilitan en el muro insonoro, irremediablemente estéril e inalienable; donde parten los recuerdos pretéritos que no pueden dar un paso más atrás, donde fraguan inmóviles y vienen de vuelta, ocasionalmente, las incepciones fulgurantes. Me pinto de pasado bajo una portería en algún campo enlodado, cuidando el área de mis rivales y los balones a la cara, caminando en pantalones cortos a La Conchita y los alrededores del jardín Hidalgo, luciendo de motín mis rodillas raspadas al salir de La Siberia, mis cicatrices furtivas, luego de abandonar el campo de batalla, unas horas detrás, media docena de infantes renuentes y yo, y el residuo de una sonrisa sin pendientes si mi helado de mandarina no resbalaba al adoquín.

Tengo la palabra de mi padre tatuada en muchas notas breves, a veces cartas como bitácoras suyas, otras como disculpas o quizás un ejercicio para batir la soledad. Generalmente me dibujaba con bolígrafo negro un sol, el mar, flores, un velero, un cangrejo o la luna. Me regañaba o incitaba a portarme bien con la maestra Inés y me alentaba a salir de la guardería sin alguna llamada de atención o una lesión prominente. Mi padre encontraba despierto el alba arreglándose para ir al trabajo y la noche lo sorprendía somnoliento y con un avanzado cansancio; como fuera, yo dormía con las paradojas nocturnas a mí alrededor y una habitación oscura, de colores que no recuerdo ni dimensiones familiares a mi alcance. Desconozco el destino de esos papeles que guardé sin orden unos años, que enuncian mi historia temprana y conservan entre dobleces asimétricos los rastros de alguna catarsis, por poco de insolente anarquía, que fueron quedando al fondo de un cajón como quedó detrás el sopor de la inocencia que fragua de momentos y escurre como agua cristalina en ocasiones.

Me fascinaban los viajes a la playa en verano, el olor a sal en malecón mientras compramos dulces de coco; en mis empeines, cada noche de regreso al hotel, la arena para no extrañar el mar hasta la mañana siguiente. Los desayunos en La Parroquia eran un letargo de mis ansias de llegar a empaparme de sol a Boca del Río, dibujar senderos con mis pies calientes y descabezar camarones celando el horizonte en una hamaca, descifrando entre azules y nubes alguna teoría cartográfica aprendida en una de esas enciclopedias infantiles. Crecí con un lazo jarocho sin tenerlo de sangre, quizás mi patria es el café, mis padres adoptivos dos lancheros y mi hermana la quimera de la luna nocturna dispersa en las olas. Nada más me une a Veracruz que su belleza y el placentero viaje entre potreros, ingenios y refinerías hasta sus faldas. Siempre su son, los niños que lanzan sus sueños por la borda del puerto, sus suelos y el rastro del virreinato, la brisa fresca fragmentando la quietud de sus palmas, su Fuerte, su Antigua, la cocina entre olor a leña de los pescadores de Antón Lizardo y la muerte de los días caminando en los rompeolas para darle vida a las noche huapangas.

El estudio de la casa guardó siempre libros de química, matemáticas y física en sus rincones, mi padre los preservó durante años entre tablones a los que nombraba sin causa libreros que, sin reservas, confundo a veces con un existenciario abrumado e inmóvil del linaje de mi apellido primerizo; sí, algunos de esos objetos que como instrumentos alcanzan su utilidad inerte, no en la razón de ser percibidos a nuestro encuentro sino, que en su forma, contienen un sentido dado prematuramente. Eran tantos libros quietos que pierdo la cuenta en el intento, crecí con las hostilidades del algebra, ordenando las novelas por colores y tamaños; cinco ó seis veces El Principito sentenció mi imprudencia de leer el final de los libros, fue el primero que recuerdo haber abierto, me encantaba seguir la historia por las ilustraciones y tuve mis pininos intentos de terminarlo. “… Lo esencial es invisible para los ojos.”, hasta la fecha comienzo a descifrar que la inocencia no es un conjunto de especulaciones cubiertas por las ropas de la adultez sino que, quizás, mis ojos han dejado de mirar los objetos inamovibles a mi alcance porque me circunda la tesura infértil del insomnio, como se piensa, de la falta de sueños infantes, o en su caso la pérdida de la vista.

Dormí varias veces sobre el lomo de las obras de Dumas, Verne y recurrentemente Wilde de donde, presuntamente entre los misterios de su esteticismo y dramaturgia, seria extraído mi segundo nombre: Ernesto, quizás también por el fanatismo de los setentas y las estrellas rojas mirando el sol anaranjado sobre las gastadas mantas negras, quizás el capricho de un sueño o la voluntad del que fuera dueño de mi destino en ese instante frente al juez, mi padre. Mi niñez avanzó ya con ambos nombres, uno de historia y otro de pura sangre, con la prosa francesa y británica esculpiendo las esquinas de mi repisa de libros, con los cuentos de Márquez y sus coroneles, sus náufragos y su Magdalena escurriendo entre ríos de tinta ensangrentada, Macondo y otros tantos; con los desayunos en casa de la abuela los domingos, las mañanas frescas en el campo, las fotos en Cruz Blanca y el camino de polvo a Agua de Leones, los vespertinos retornos a la Venta por las veredas doradas, las tareas de matemáticas en sábado, los churros rellenos del jardín Hidalgo, los resúmenes de las monografías, mi cuaderno de música, la guitarra, siempre la guitarra en celo; mi romance precoz y sin intermitencias con el café de papá, mis primeros nudos de corbatas coloridas, mis balones ponchados, las camisetas sucias, mis pantaloncillos enlodados, mis guardianes al este, las clases de inglés con la nana, mi malecón constante y el sureste pendiente, algunas cicatrices, dos síntomas y un calendario insolente sin ganas de tregua.

Caminando hace una noche sobre Sonora, sacudiendo las piedritas empotradas en mis suelas, luego de haber saboreado el último resto de coca con nieve de mandarina de la Roxy, el parque México me devolvió, en una de sus banquitas de tronco, un pasaje escondido en las sombras de mi cabeza. Recordé que, como los libros, las memorias enterradas en alguna parte sin ser reabiertas, empolvadas tras los utensilios de moda recurrentes, quedan abstractas de valor, de alguna manera absueltas de cinética, como estampillas pero familiares siempre a la razón con harta consecuencia algunas y, sin embargo, insolubles sobre los laberintos de la mente; vagas, náufragas de nuestro presente cotidiano, irreductibles pero nunca negándose a la posibilidad de estrenar un nuevo día olvidadas tras una noche extinta. Entonces se restauró en mi cabeza un hecho inefable mientras el sabor de la Condesa se diluía al abandonarla rápidamente, como quien se escapa de cualquier cosa; a la vista, Insurgentes me rescató de las prolíferas imágenes que azotaban mis sienes.

Los poros de mi piel parecen salirse de ella, los diminutos vellos de mis brazos forman arcos asimétricos sobre la dermis de gallina. Resulta que, ya gastada mi niñez, alrededor de los diez años y al umbral de la tarde de algún sábado de verano, mi padre y yo regresábamos del estadio azulgrana luego de sufrir el triunfo de, por supuesto a mi empírico análisis, una de las mejores oncenas futboleras que ha vestido la camiseta de la universidad nacional aunque, inerte a prefijos de catálogo y difusión masiva, se alejaban vanamente de un título que inauguraba los noventas y atravesaba la mitad de la década con tal desenfado y sequía que, sin grandes relevancias ni auspicios, nutrieron notablemente aquella selección nacional de desencanto que regresó eliminada de la copa mundial, lógicamente. Como han de averiguar con ligereza, todo tenía que ver con futbol; uso un pretérito simple ya que estrenando la pérdida gradual de la vista, ahora poco, y nada, tiene que ver con el juego de pie y pelota. Bueno, sabrán de las dificultades de lo que tiene que ver y no cuando uno pierde la capacidad de estrenar la luz a través del nervio ocular. Pues, “Lo esencial es invisible para los ojos.”.

Aquella tarde luego del partido, asoleados y con la fatiga de una tortuga, tomamos en Insurgentes un camión que atravesase el vientre de la ciudad hasta el norte. Las salidas de fines de semana, en realidad las de entre semana también, los viajes, las visitas a la abuela y las cansadas excursiones a casa de mi tío Juan, albergaban siempre una pausa en el trayecto de regreso a casa que mi padre adornaba con una visita al baño. No hubo vez alguna, nunca jamás, que mi viejo pudiera contenerle a su vejiga poco educada las ganas, increíblemente urgentes, de asistirse una de las primeras y, desde luego, básicas necesidades una vez que, ya saben la historia de los hechos, nos hemos reconocido por vez primera como humanos, entonces sí, y habremos en algún momento del curso de la vida y las cosas, y la suma de ellas, acostumbrados a los otros semejantes y a los objetos circundantes como agujas en nuestro entorno, escalando sobre los ahora complejos y agudos problemas epistemológicos, preceptos y concepciones de relaciones, interacciones, costumbres, aprendido a no orinarnos en las calles de la ciudad, en el camión o en el delirio de llegar al baño de un centro comercial.

Una vez que mi padre abrió las compuertas a una fugaz sonrisa, habiendo exhalado un aire de victoria como quien termina un laberinto rebuscado del semanario, recorrimos brevemente los pasillos de la pequeña plaza, le anuncié mi propósito con connatos de berrinche para dirigirnos a la cartelera de cine a buscar un pretexto para matar el sábado. Una vez negada mi propuesta sin derecho a réplica y, por tanto, dese luego sin debate, tras un rotundo no de esos que cortan el aire hasta los tímpanos y van deshaciendo los muros de los instintos y deseos, nos dirigimos, como quien no quiere la cosa, al parque México y sus senderos de grava. Sigo sin reconciliarme con el miedo, aún cedo prematuramente a sus encantos, antes que el juicio que corresponde litigue a mi favor devolviéndome el sosiego a cualquier hora, sobre todo el vespertino que, una vez relatado lo acontecido, entenderán su ausencia.

Aquella tarde, curiosamente, el parque se pintaba vacío, tanto que se podía escuchar el solfeo de las hojas golpeándose, las de los altos árboles y las de los pequeños arbustos, el lago estaba quieto, caminamos a la pérgola sin cruzarnos, ni por equivocación, con algo semejante a un peatón; el concurrido y habitual sitio de taxis no tenía una sola alma, por supuesto tampoco algún desalmado, así, pues, recorrimos el inusual trayecto hasta abandonar el oasis del hipódromo y nos dirigimos al pequeño supermercado que lo circunda; el puesto de flores no estaba, no había un solo auto, dato que olvidé poner en cinta pero que, como deben saber los eruditos y los no tantos de la zona, estacionarse en los alrededores del parque, en general de toda esa gran área de comida al aire libre llamada colonia Condesa, es un fastidio. Escaso algún adjetivo casualmente lógico o que fuese ligeramente circunstancial, no encontramos respuesta al desértico paisaje del corazón de la Cuauhtémoc. El súper ya no estaba, algo lo habría derribado, y el olor a pólvora impregnaba la zona, había casquillos de todos los calibres, los educados ojos de mi padre reconocieron los del fusil Avtomat Kalashnikova de 1947, me explicaba el sobrenombre de cuerno de chivo por la apariencia del cargador, mientras su voz se desgastaba lentamente a causa del miedo que enmudece y entume las palabras hasta consumirlas en una efímera exhalación colateral, apaciguó su aliento hasta las puntas como si se desaguase una presa pero que también abre la puerta al sopeso, a la nada, al exilio del equilibrio y la contención.

Sin darnos cuenta, circulábamos por una calle que lejos estaba de merecer tal nombramiento, nos adentramos en una nube espesa de humo y vapores de azufre, como si el telón de algún cataclismo bajase sobre las bambalinas de un anfiteatro, de nuestras escenas grises y los cielos muertos. Los muros de los edificios estaban en ruinas, escombros, olor a sangre y carne fresca sin rastro, seguíamos en el desentendido extraño de la ausencia de toda persona, al menos con vida, de todo por ahí andando dolorosamente, nadie aún en el ardid de ser encontrado. Caminamos sobre la cada vez más desconocida Condesa, los bares vacíos, las mesas puestas, un poste de luz atravesado, los semáforos apagados, las casas allanadas y saqueadas y aún nadie; pareciera un sueño empotrado en una escenografía de cartones y efectos básicos, de principiantes, pero no, el olor delataba lo “real”, lo filtraba de cualquier cosa que pudiera no estar a mi alcance sensorial, ese momento empírico, rapidísimo, fugaz en que uno se sabe en un momento, un breve ensayo existencial donde uno es y está entre los objetos gráficos y uno mismo. Durante la marcha, cuando el paso se entregaba a las pausas, sin poder siquiera recordar un camino de vuelta a Insurgentes, a la plaza, al parque, al paradero de ruta cien, perdí el rastro de mi padre, se disolvió como café en agua hirviendo, se mezcló como el óleo a las banquetas desgastadas, al majestuoso gris; su voz soltó un grito ronco, Ven acá, conocía esa voz irritable que dicta, A dónde, pregunte temeroso, Pues acá, ven. Un horizonte blanquecino, magníficamente luminoso y los pocos restos de luz que llegaron a colarse por las ventanas de mis parpados cerrados fueron las últimas cosas que recuerdo de ese día.

No sé cuántos años después abrí los ojos, me tomó más de una semana enfocar alguna cosa. Desperté una mañana de octubre con mis extremidades algo frías, como si hubiesen guardado los años quietas, mis manos estaban hinchadas igual que mis pies, los pliegues que cubren los ojos tardaron en despegarse un tiempo a considerar de poco hábito. Llevo treinta y un días despierto, me reencontré la luz hace treinta noches, suspendí mi letargo con hambre, un poco de sed y un frío algo irregular. Abrí la llave del lavabo, el agua jamás quiso desescondérseme y salir, oriné lo usual, llevaba puesto un pantalón negro, una camisa a rayas y un peinado extraño según él espejo. Salí al balcón, reconocí el parque España a una calle, el cielo estaba normal, como todos los demás azules. Bajé una vez empotrados mis pies en unos zapatos que parecían esperarme en la sala del pequeño y oscuro departamento, llevé mi mano al bolso izquierdo delantero y encontré una cantidad no poca pero no mucha de dinero en billetes doblados. Mi reencuentro con el mundo, por decirlo de algún modo, y disculpen la expresión fortuita y contenida por su propio nombre, con la vida, fue ridículamente perezoso. Comencé a recordar mi niñez, perfectos fragmentos narrados aquí mismo en las primeras líneas, no más, desde luego, ni antes tampoco. Mi memoria tambaleaba constantemente como sobre un manto congelado. Salí, reconocí la zona, regresé desconcertado. Calculé enseguida mi edad por la fecha de un periódico amarillista, treinta de octubre de dos mil doce, habrían pasado algunos diez y ocho años de mi último día de niñez, no sé nada de mis padres, deben estar mayores, mi hermana debió haberse casado, quizás tenga un hijo o un par de ellos; tres, desconozco.

No sé quién me trajo a este departamento, busqué en el directorio y no encontré rastros familiares, no distingo lo básico para tomar un transporte que me lleve a lo que creo sigue siendo “la casa”. Casi no veo, he perdido la vista considerablemente. Extrañamente de los grifos de mi pequeña morada no cae agua, parece que no la necesito o quién me haya postrado aquí pareciera que pensó que era inútil hacerme de ella. Cada mañana aparece la misma cantidad de dinero, como para que pueda andar en un mundo donde circularlo es indispensable, la esencia de una base económica desentendible a su causa, claro, tan involuntaria a nosotros pero formada por el conjunto y la suma de esas relaciones de los hombres, de las cuales hasta yo en mi condición sigo formando parte. Como poco pero parezco no necesitarlo, también creo que es por la costumbre y lo rarísimo que sería verme de pie más de cuatro o cinco días sin ingerir nada. Me he encontrado vecinos que parecen no reconocerme; incluso, una vez, en un paso torpe hacia abajo por un escalón, casi tropiezo encima de una chica que me habita al lado, creí tirarla a contrapeso pero con un movimiento lleno de desdén evitó cualquier contacto inoportuno. Yo la sentí, pero ella parece que ni quiso notar que yo casi le caigo en un descuido. No he hablado con nadie, he salido solo la mitad de estos últimos -o primeros- días, hoy, en mi día treinta y uno despierto, sigo sin conciliar lo entendible o mi entendido de las cosas, las de esas básicas. Parece que no existo a la gente, parece que le soy indiferente, “Lo esencial es invisible para los ojos.”; sin embargo, mantengo mi relación física con los objetos, puedo escribir, erguir la pluma y llevar su punta hasta que corte el papel con su tinta; tomo, en ocasiones, los únicos cubiertos que hay aquí para comer algo, puedo leer el periódico, los libros de viejo sobre el piso cerca del metro Chapultepec.

No extraño a nadie, tampoco parece que alguien lo haga conmigo, la melancolía ha pasado a términos posteriores e inferiores. No sé cómo llegué aquí, jamás supe nada más de las cosas con las que iba creciendo, me perdí el fastidio de la adolescencia, mis libros pendientes, dejé un mundo de cosas por hacer, bueno, melancólicamente dejé un mundo aunque menciono a la melancolía por compromiso con mis lectores porque parece que soy asintomático a esos padecimientos de la soledad. Como, excreto, ingiero, duermo y veo poco, entiendo que no lo necesito pero lo hago por hábito, no he vuelto a sentir el agua, las ansias, la impaciencia, la ira, las ganas ni, nada raro, el calor. En general, siento mis alrededores y a mí en pequeñas cantidades, no me ha crecido un solo vello de la cara, ni un solo centímetro el cabello en estos últimos días, parece que le soy inmóvil al rodar y al curso de la vida, que me ha apartado pero de algún modo sigo en ella. No me duele nada, no he vuelto a sentir frío, camino con la misma ropa con que amanecí después de diez y ocho años. El único sentir que recuerdo haberle devuelto a mi interior –o exterior- es el miedo, inexplicable entiendo, cada que recuerdo lo sucedido aquella tarde de verano mi cuerpo se paraliza aunque pasa casi instantáneamente. La Condesa esta reconstruida, si es que alguna vez se derrumbó a ruinas, parece una fonda otra vez; Insurgentes está de nuevo, el súper tiene otro nombre pero anda por ahí en el mismo sitio, el metro Chapultepec tiene las mismas entradas, alguien debió levantar todo después de esa rara tarde o quizás nunca se cayó nada.

Hace una noche, luego de la mencionada nieve de mandarina con coca y mi recorrido por el parque México que me trajo las más recientes memorias, las más frescas de la última cosa que recuerdo haber visto claramente, esa tarde tras el partido, la extrañísima soledad, las balas, el olor a pólvora, la sangre, los muros caídos, los postes tirados sobre el pavimento, el resplandor sombrío y gris, la figura de mi padre caminando hasta disolverse en su voz, ese resplandor luminiscente e inefablemente intenso y no más; al fugarse la Luna no recordé nada más.